Allá por febrero del 95, hace poco más de 20 años, acompañando a mi padre por la noche en una habitación de hospital tras una operación de poca importancia, asistí a los estertores de la muerte de su compañero de habitación. No sabía qué eran esos sonidos exactamente, aunque lo presentí con claridad, sonidos que inspiraban tanto un regreso como un final. Estaba sereno escuchando aquello. Tomé mi diario y escribí un poema. No sé a qué hora de la madrugada me dormí. Poco después de amanecer, ya en silencio, el hombre murió y confirmé lo que había escuchado.
No puedo ponerle nada a la noche
no es una noche triste de la ventana hacia afuera
no hace demasiado frío ni calor
es limpio y fresco este aire
mientras un hombre se muere
No hay más testigos que él y yo y apenas él
quizás nadie
no hay mástiles ardiendo banderas ni causas justas o injustas
ajenas
ni acontecimientos de granito
para manchar de sentido una muerte tan limpia presentida
Oí un día que en una tribu de ciertos indios de norteamérica se saludan diciendo
“hoy hace un buen día para morir”
cuando el día es claro como lo es esta noche de ahora
Un hombre se muere a mi lado
y creer que estoy a dos metros escasos de la muerte es distanciarme demasiado
haciéndome un extraño a la vida
Si no hubiera aprendido que algo triste está ocurriendo
diría que es una noche hermosa
o hasta que es hermosísima
ésta en la que un hombre se muere
una noche que hace silencio
como quien va haciendo un espacio para acoger algo nuevo
una noche que se abre desde la habitación de este hospital
a la hospitalidad del cielo
(Febrero de 1995)
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