Al ponerme a escribir estas líneas, no tenía una idea clara de lo quería expresar y una de las cosas que primero he pensado es: ¿Qué se espera de mí? Este pensamiento me acompaña más de lo que me gustaría admitir, no solo al escribir, sino en muchos momentos de mi vida. Reflexionando, me doy cuenta de cuánto mi forma de ser parece moldearse según el escenario en el que me encuentro. No es que no me conozca o no sepa quién soy (benditas esas horas de terapia que me han ayudado a acercarme y conocerme mejor). Pero sí noto cómo mi comportamiento cambia dependiendo de quién esté presente, el tipo de encuentro o el motivo de la reunión. La versión de mí misma que aparece en una fiesta puede ser más desinhibida y despreocupada, mientras que en una reunión de trabajo aflora la versión seria y profesional.
Este cambio constante me lleva a pensar en cómo las personas nos construimos en gran medida a partir de lo que los demás proyectan en nosotros. Es como si, de manera casi inconsciente, ajustáramos nuestra esencia para encajar en lo que el entorno espera de nosotros. Y aunque esta capacidad de adaptación es en cierto modo natural y necesaria, también puede resultar agotadora. Vivimos, casi siempre, bajo el paraguas de lo que los demás esperan. Es algo que sucede en cada interacción: familiares, amigos, colegas, incluso desconocidos. Sin darnos cuenta, actuamos para cumplir con las expectativas visibles o invisibles que otros tienen sobre nosotros.
Sin embargo, si nos detenemos un momento, ¿cuánto de lo que hacemos o decimos realmente nace de lo que queremos ser? ¿Cuánto, en cambio, viene condicionado por lo que otros necesitan que seamos o por lo que nosotros pensamos que necesitan que seamos? Este fenómeno se hace aún más evidente cuando lo miramos desde una perspectiva de género. Por ejemplo, ser mujer en esta sociedad implica enfrentar una historia larga y profunda de expectativas ajenas. A las mujeres, muchas veces, se nos ha enseñado a comportarnos no según lo que deseamos, sino en función de lo que otros –especialmente los hombres– esperan de nosotras. Desde cómo nos vestimos hasta cómo hablamos, una parte importante de nuestra identidad parece moldearse para encajar en los deseos y necesidades del entorno.
No estoy aquí para decir que debamos romper con todo y vivir en una especie de burbuja de autenticidad perfecta (aunque suena tentador). Lo que sí creo es que vale la pena cuestionar, de vez en cuando, quién somos en cada contexto. ¿Cómo me siento cuando me comporto de cierta manera? ¿Estoy siendo fiel a lo que quiero expresar o simplemente cumpliendo con un guion que otros escribieron? Conocerme a mí misma, a través de la terapia y la reflexión, me ha ayudado a darme cuenta de algo esencial: puedo elegir. Tal vez no siempre podamos escapar de las expectativas ajenas, pero sí podemos aprender a identificar cuáles son nuestras y cuáles no. Y, con el tiempo, construir una versión de nosotros mismos que no solo responda a los demás, sino también a lo que de verdad queremos ser. Porque al final del día, no hay mejor expectativa que la de ser fieles a nosotros mismos, incluso cuando el mundo parece pedirnos lo contrario.
Comentarios
Deja un comentario