A veces, cuando termino una jornada larga, me descubro soñando con una ferretería. Me imagino allí, solo, entre estanterías ordenadas, vendiendo tornillos y arandelas, sin más preocupación que si el cliente necesita una rosca del 8 o del 10. Es una imagen absurda, lo sé. Y no quiere decir que no me guste la psicología —de hecho, me apasiona—; solo que hay días en los que estoy sencillamente agotado. Fantasear con vender tornillos es una forma amable —y un poco irónica— de validar mi cansancio.
La terapia es un trabajo hermoso y exigente. Requiere presencia, entrega y mucha más preparación de la que suele parecer desde fuera. Hay quien piensa que basta con sentarse a “escuchar” (y, a poder ser, llevar unas gafas que te hagan parecer intelectual...), pero no se ve todo lo que hay detrás: años de estudio, másteres, terapia personal, supervisión constante, noches de insomnio, dudas, tropiezos. Y, sobre todo, un esfuerzo cotidiano por mantenerse disponible emocionalmente, incluso cuando uno está en pleno caos interior.
En ocasiones me encuentro con personas que se acercan a la psicología como si fuera un atajo hacia la paz. Idealizan esta labor. Les atrae el aire “interesante” que puede transmitir la figura del terapeuta, pero se quedan en lo superficial. Como si vieran en el terapeuta a un meditador perfecto, en calma total, que alcanza el nirvana tras un par de sesiones o retiros. Y lo cierto es que esta vocación exige constancia, enfrentarse con uno mismo, atravesar el fracaso, tolerar el vacío, sostener la impotencia, entre otras cosas.
Validar esa visión idealizada sería como negar que Buda atravesó mucho sufrimiento antes de sentarse bajo el árbol. O, como se dice en clave cristiana, querer la resurrección sin pasar por la cruz.
Vivimos rodeados de ideales. Nos inspiran, claro. Son faros. Pero no podemos vivir dentro del faro. Hay que bajar a tierra. Y en tierra hay polvo, cansancio, contradicción. Hay días luminosos y otros en los que uno se pregunta si no habría sido mejor estudiar otra cosa. Lo importante es no confundir el cansancio con un error de vocación.
Por eso hoy reivindico el derecho a estar cansado. A desear vender tornillos de vez en cuando, sin remordimiento alguno. Porque saber descansar —y saber reírnos un poco de nosotros mismos— también forma parte del camino. Y si algo he aprendido, es que nadie llega a la paz verdadera huyendo del esfuerzo. En esta labor es necesario abrazar la incomodidad, hacer las paces con la guerra; para poder seguir adelante.
Comentarios
Deja un comentario