Estoy en una cola llena de gente, larguísima. Un montón de mesas también llenas esperando a que el enviado a la cola llegue con la comida. Yo soy un enviado, me esperan con ansia. Empiezo a pensar en la masificación, en los sitios llenos de gente. Pero de repente me acuerdo de algunas conversaciones que he tenido últimamente.

Conversaciones sobre hace 3 años. Sobre lo que pasó. Lo que hacíamos. Lo que pensábamos. Las imágenes que veíamos en la tele. Desinfecciones de compras, supermercados sin papel higiénico, alcohol, ni harina, autovías vacías con coches donde los conductores llevaban mascarilla y guantes, días y días sin salir de casa, y un cierto rechazo a las multitudes. Imágenes de hospitales con sanitarios dentro de trajes extraños. Calles vacías, comercios cerrados.

Luego vino la añoranza a lo que hacíamos, lo que ya no teníamos. “Esto no volverá a ser como antes”. Pensábamos que nunca volvería. Normalizamos el uso de mascarilla, no vernos las caras y llevarnos sorpresas al ver cómo era en realidad sin mascarilla, no conocer a la gente sin mascarilla. Lo de dar abrazos y besos parecía un acto terrorista. Sí, hubo un momento que pareció que todo esto no volvería.

No poder salir de la ciudad, tener que llevar justificantes, controles de policía en las rotondas, soporte militar porque no daban abasto, reuniones de 4 personas, Navidades bajo mínimos.

De repente caí en que incluso había una parte de mí que echaba de menos colas de gente, sin mascarilla, unos al lado de otros sin temor a contagiar nada. Y ahí estaba, rodeado de gente, con su aliento en mi cogote, y yo, tan feliz.

Solo pretendo una mirada a los procesos, al “largoplacismo”, al continuo de conciencia, a mirar hacia atrás para aprender. A saber también que todo pasa.

No hace tanto nuestro día a día fue muy diferente al de ahora, que vuelve a ser normal. ¿Te acuerdas?