Solemos identificarnos con lo que queremos mucho más que con lo que hacemos. Más con nuestros deseos que con nuestros actos. Y esto nos lleva irremediablemente a la frustración de experimentar que no hacemos lo que decimos querer hacer. Y es cuando empezamos a machacarnos, a reñirnos internamente, a sentirnos absurdamente incoherentes. Pero hay otro punto de vista que no solemos contemplar: identificarnos con lo que hacemos. En este caso, lo absurdo es lo que decimos desear, a saber, ¿por qué digo que me gusta viajar si al final siempre elijo otras cosas? ¿Por qué digo que quiero esto y lo otro si no pongo energía en ello? En el primer caso, el más común, se supone que sabemos lo que queremos, y hemos de trabajar en cómo llevarlo a cabo. En el segundo caso, más insospechado, se supone que hacemos lo que queremos hacer, que ponemos la energía exactamente donde la queremos poner y la quitamos de donde la queremos quitar, aunque no lo sepamos, de modo que andamos bastante perdidos en el conocimiento de nuestros deseos y nuestras verdaderas motivaciones, que subyacen inconscientes. Unos se fían, a mi modo de ver, excesivamente de la “versión oficial del yo”, que al fin y al cabo no es otra cosa que una entidad imaginaria y no demasiado fiable que utiliza mecanismos de defensa para distorsionar la realidad de modo que suene bien a nuestros propios oídos. Otros, por su parte, se fían de los actos, de que el inconsciente se refleja diáfanamente en nuestras decisiones, y luego cuéntate la mandanga que quieras si eso te hace sentir mejor.

En mi experiencia bregando 30 años con pacientes y muchos más conmigo mismo, diría que a veces se da un caso y a veces otro. Y no es fácil saber cuándo hay un genuino deseo que no transformo en realidad, y cuándo hay una genuina realidad que no conceptualizo como deseo. Descubrir esto es un camino laberíntico y apasionante, enrevesado y desesperante.