A veces se sentía solo, no como quien no tiene plan para un domingo por la tarde, sino profundamente solo, sin nadie a su alrededor, ni siquiera en su horizonte, ni en su corazón, como si le avasallara la desaparición absoluta de todos los vínculos amorosos de su vida, como si atravesara un desierto donde ningún ser querido existiera, ni en el espacio ni en el tiempo. La tristeza y el vacío llegaba a tal punto en esos momentos, tal era su sentimiento de abandono, que no podía sentir ningún tipo de amor, cosa de la que se culpaba, porque eso le convertía en una persona desagradecida. Fue entonces cuando su mirada quedó suspendida delatando a sus pensamientos. Asociando ideas sin una dirección preestablecida, pensó en su madre, que tuvo tres abortos antes de dar a luz a su hermana mayor, podría no haber podido parir ningún hijo si no hubiera ido a aquel estupendo médico que resolvió el problema de los abortos. O, de ir antes, presumiblemente le hubiera bastado con sus hijos anteriores, sin darle a él la oportunidad, que era el quinto, de modo que en ambos casos no hubiera nacido. Fantaseó entonces que aquel médico que curó a su madre quiso dedicar su vida a curar enfermos porque de niño vio morir a su abuelo, al que más quería, y rezó y rezó pidiéndole a Dios que lo salvara, aunque parece que Dios no le contestó, así que decidió ser él quien se dedicara a salvar. Pero ese hombre no hubiera podido ser médico sin la existencia de otros médicos anteriores a él que le enseñaran. Y respecto a su mejor profesor en la facultad de medicina, de quien más aprendió, imaginó que quizás no hubiera salvado la vida a los cinco años si su madre no le hubiera protegido cuando un carro tirado por una mula estuvo a punto de atropellarle por cruzar la calle sin mirar persiguiendo una pelota. Una madre, por otra parte, que de niña no quiso bañarse en el río aquel día desapacible donde se ahogó su hermano y casi su padre, por mucho que ambos le insistieron en meterse en el agua. Y pensó en los cadáveres de mendigos que dieron sin elección su cuerpo a la ciencia. Y en aquel borracho que atropelló al ladrón que iba a apuñalarle mortalmente en un callejón. Y en los padres de los padres de los padres de aquella madre que no se bañó en el río, llegando a la hipótesis de que setecientos años antes, un tabernero apaleado y medio muerto en una mazmorra medieval tuvo tiempo, antes de que su ciudad fuera tomada, de vivir un poco más para fecundar a su mujer de su último hijo. Y tuvo tiempo porque miles de hombres siglos antes buscaron piedras, las transportaron, tallaron, elevaron y colocaron construyendo las murallas que permitieron a la ciudad resistir un tiempo los asedios enemigos. Y no sólo las murallas, sino los arqueros y guerreros que las defendieron de sus atacantes antes de caer. Y así retrocedió hasta los romanos y los griegos y la prehistoria y los homos erectus y los australopithecus, sintiendo miedo al verse desprotegido en mitad de la cruel y descarnada ley de la selva, y llegó a los invertebrados y a los animales marinos y a los organismos unicelulares para acabar en el big bang, absolutamente sobrecogido por la antigüedad de la Tierra y del universo. Y entonces su pecho se ablandó, evidenciando abrumado la incontable cantidad de seres y sucesos transversales y paralelos que habían sido necesarios para que él estuviera allí escribiendo. Y cayó en que sólo había considerado sus ancestros consanguíneos directos, por lejanos que fueran, y dedujo la tarea ingente que supondría calcular todas las personas implicadas en conseguir los derechos que le protegían, los placeres de los que disfrutaba, las comodidades que le hacían la vida confortable, la tecnología que le ahorraba tantísimo tiempo, los conocimientos que le evitaron desvaríos, la sabiduría que le surtió de conciencia y el arte que le abrió el alma. Y vislumbró al ingente número de implicados directa e indirectamente. Imaginó a las personas que murieron explotadas, asesinadas, repudiadas y abandonadas. Y a las que vivieron y se fueron acompañadas, besadas, acariciadas y cuidadas. Y llegó su mirada a tal ensanchamiento, que no se le ocurría una sola persona en el mundo, en los tiempos pasados y presentes, en su línea sucesoria y en las infinitas líneas paralelas, que no hubiera estado implicada o hubiera sido afectada de alguna manera para que él, fruto a su vez de todas ellas, pudiera ser quien era y disponer de todo lo que disponía. Y descubrió que ni un solo ser, animal, vegetal, ni un solo objeto, eran totalmente ajenos a su existencia. Y tan pequeño y agradecido se sintió, que quiso devolver al mundo pasado, presente y futuro todo lo que estuviera en su mano y que, a lo sumo, sería una ínfima parte de lo recibido. Y fue cuando se postró ante los desheredados, adoró a los valientes, rindió culto a los resignados, rogó por los protectores, admiró a los inteligentes, reverenció a los obstinados, comprendió a los cobardes, honró a los constantes, celebró a los transgresores y, por encima de todo, glorificó que existiera el amor. Porque en todo momento y tiempo cohabitaron el amor y el dolor. Y justo ahí, deseó morir en una muralla, apaleado en una mazmorra, ahogado en un río, como un mendigo en la calle, atropellado por un borracho, como un feto no nato… Y también deseó amnistiar a los condenados por la injusticia, curar las heridas de los enfermos, respetar a los desconocidos, cuidar a sus amigos, besar la memoria de su padre, la frente de su madre, las mejillas de sus hijos con todo su corazón ahora y siempre, en cualquier circunstancia, porque realmente, nunca, aunque se hubiera sentido así, nunca, ni por un solo segundo, nunca, ¡nunca!, había estado solo.
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