El viernes pasado comenzaron las fiestas de mi pueblo, Onda, la Fira. Se celebran a partir del tercer viernes de octubre, fecha en la que las personas antiguamente habían recogido la cosecha y, con ello, disponían de dinero para poder llevarlas a cabo.

Hace bastantes años que no vivo allí y me sigo emocionando cuando voy en esas fechas. Mi hermana me abre siempre las puertas de su casa de par en par con esa generosidad tan propia de ella.

Hay mucho ambiente y la gente está con ganas de pasarlo bien. Hay bastantes peñas que contratan a orquestas y grupos magníficos que inundan de música el pueblo, sobre todo los sábados, de manera que puedes ir de un lugar a otro a lo largo del día escuchando versiones de todos tipos y maneras de canciones que la mayoría reconocemos y viendo cómo las personas disfrutan.

Todo el mundo está en la calle y me encanta ir encontrándome con personas que hace tiempo que no he visto y que han formado parte de mi vida. Familiares, amistades, compañeros de estudios e incluso pacientes.

Personas que me acogen. Personas que me reciben con una sonrisa, con un abrazo, con una mano que me coge para bailar. Personas que me despiertan recuerdos y sensaciones bonitas. Personas que, aunque trabajo allí dos días por semana, suelo ver solamente en la Fira d’Onda. Personas a las que veo desde lejos y me acerco sonriente con ganas de saludar. Personas que me han visto a mí y vienen saludando ya desde donde se encuentran. Personas cercanas. Personas queridas.

Me contaban muchas veces de niña que mi madre se puso de parto el último domingo de las fiestas, acabando la Fira y yo nací el lunes siguiente. Quizá fuera ya una manera de olerlas de cerca y vivirlas en la tripa de mi madre.

Todos los años se me remueven emociones cuando voy a ir y, más todavía, cuando ya estoy allí.

Escribo este post con el sentimiento a flor de piel, con el corazón inundado de las sensaciones vividas ayer.

Qué bonito este reencuentro con mi pueblo, con esas personas bonitas, con la esencia de mis raíces.