Texto inspirado del podcast ‘Filosofía para la vida cotidiana’, del episodio: ‘El oficio de escuchar’, con Francisco Peñarrubia.
En una sociedad del éxito, del logro, puede ser el peor ‘adjetivo’ que te pueden decir. Yo voy a algo interno, el peor adjetivo que te puedes sentir. Cómo puede estar integrado en nuestro autoconcepto, en nuestra autoimagen, uno de esos personajes que a veces toma el mando de control en la conciencia, en el poder de decisiones, en la forma de filtrar lo que vivimos y de relacionarnos con nuestro entorno.
La manera en la que ese adjetivo cala en nosotros creo que sobre todo tiene dos vertientes, una cultural y otra educacional.
Vayamos a la educacional. Y tiene que ver con el aprendizaje a amarnos. Deberíamos traerlo de serie, a los ojos de nuestros padres. Pero ellos también traen sus sombras neuróticas, con sus propias limitaciones, y nos son transmitidas en su mirada.
También es un asunto de falta de confianza en nosotros. Una especie de ‘no te fíes de ti’. “No pienses eso”, “no digas eso”, “no hagas eso”. Todos estos mensajes pueden ser traducidos internamente como: “tal como eres no está bien”, “tienes que ser otro”. Es decir, somos seres deficitarios, por definición nos falta algo.
No soy ese, no valgo. Soy un perdedor.
Luego está la cultural. Somos seres sociales y relacionales en un mundo competitivo: competimos por llegar el primero, por producir, ganar dinero, conseguir clientes, competimos por puestos de trabajo, por sacar mejores notas, etc.
Vivimos en una sociedad muy competitiva, y si no compito, o quedo por debajo de otro, soy un fracasado, un perdedor. Según F. Peñarrubia: “es uno de los grandes temores, el que no tiene éxito, el que fracasa, y es casi peor que el loco, que el enfermo”.
Educar, trabajar, criar hijos, ganar dinero, son expectativas humanas que cubrir, pero hay una parte de autoconocimiento necesaria para poder vivirlo con dignidad. Poder vivir siendo nosotros, y no otro.
Ser otro, compararnos con quien no somos, es donde aparece la palabrita: ‘perdedor’.
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