¡No es lo malo que hacen, es todo lo bueno que dejan de hacer! -decía una colega refiriéndose al caso de muchos alcohólicos. No he podido olvidar esta frase. Hoy, unos 20 años después, una asociación de ideas me ha transportado desde ella a la infinidad de problemas psicológicos que no afloran, sencillamente, por la cantidad de situaciones que se evitan. En un alcohólico el problema es evidente, pero en demasiados casos parecería que no hay ningún problema.
Infinidad de síntomas invisibles afectan a la población. Los demás no se dan cuenta, y quien los alberga a veces tampoco. La vergüenza, el miedo, la culpa, las ideas obsesivas, la desconfianza, la sobreprotección, la inhibición, la infravaloración, las fantasías de fracaso, las exigencias, las dudas, la autocomplacencia o la cobardía generan infinidad de pensamientos no dichos, de emociones no expresadas, de acciones no realizadas, de retos no enfrentados, de uniones o separaciones no consumadas, de locuras no florecidas o marchitadas. Generan, en suma, una vida empobrecida, una vida no reída y no llorada, una vida apenas vivida. Pareciera que no pasa nada, que todo va bien, que la vida es así, pero en el fondo de la consciencia se sabe que no, que estas excusas no son toda la verdad, lo que las convierte en mentiras.
No hablo de vidas ideales, ya tenemos bastantes exigencias. No hablo de la voracidad por los éxitos y triunfos, sino de vidas normales y corrientes, pero vidas donde no haya besos no dados, abrazos no estrechados, riesgos no desafiados, miradas no cruzadas, sentimientos no expresados. Hablo de vidas vividas, usadas, gastadas, insistentes y escarmentadas, vigorosas y extenuadas. Hablo de vidas ingenuas e ingeniosas, frescas, cicatrizadas, para poder concluir, como dijo Nervo, “¡Vida, estamos en paz!” o, como resumió Neruda, “Confieso que he vivido”.
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