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el 22 mayo 2024

En mis trayectos en metro a veces he venido observando algo que me ocurre en la salida. Si estoy cansada y me aparco en las escaleras mecánicas, miro a los que suben andando y me descubro pensando “¿a dónde van estos esforzados?”. Si estoy llena de energía seré yo la que suba sin esfuerzo por la ‘cola rápida’ mientras pienso de los parados algo así como “pobres hastiados sin energía”. Otras tantas veces soy yo la que salgo mal parada en mis acusaciones automáticas, ya sea por “vaga” o por “prisas”.

Todos estos discursos –a menudo inconscientes- son maneras en las que las personas nos descentramos. Nos medimos en función de lo que hace el otro o de nuestro propio ideal y nos podemos quedar enganchados a lo que “deberíamos” hacer, en lugar de estar en nuestra propia experiencia (simplemente estar cansada o con energía) e ir viendo qué necesitamos momento a momento.

Me llevaba esta experiencia del metro a pensar en que a menudo las personas llegamos a terapia por estar viviendo excesivamente en función de lo de afuera. Hay quien se deprime de tanto cumplir lo que se imagina que esperan de él/ella a costa de no cumplir consigo mismo; otros no consiguen ser tan buenos, exitosos o normales como su entorno y se sienten insuficientes; hay a quienes les cuesta decidir aquello que les corresponde sin la validación de su pareja, jefe o familia; quienes sienten la presión de “a mi edad ya debería…”; o quienes simplemente ignoran del todo sus propios deseos y necesidades.

Es ante el hartazgo de perdernos en lo de afuera que a menudo comienza un viaje de vuelta a lo de adentro (que, en el fondo, es un viaje de vuelta a ). Un recorrido donde toma especial protagonismo recuperar la confianza en las sensaciones, las motivaciones, el mundo emocional y el ritmo propio de cada cual.

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