“Me despierto. Por la luz que hay en mi cuarto deduzco que es pronto, demasiado pronto para un día como hoy: sábado. Efectivamente, miro el despertador y marca las 7.15 h, más pronto de lo que suelo despertarme cuando trabajo.
¡Para un día que no tengo la necesidad de madrugar!
Me niego a levantarme, no me da la gana, me voy a quedar en la cama a ver si vuelvo a dormirme (aunque ya sé que no lo conseguiré).
Efectivamente, por más que cierro los ojos e incluso me tapo la cabeza con las sábanas, mi cuerpo me envía señales de que ya no quiere estar ahí: noto como mi vejiga está llena, las ganas de ir al baño va in crescendo. Mi estómago empieza a rugir, solo falta que me diga:”¡¡oye, haz el favor de salir de la cama y prepara de una vez el desayuno!!”
Resoplo, digo alguna que otra palabrota y acabo por levantarme: son las 7.25 h. Sigue siendo todavía más temprano que los días laborables. Intuyo que hoy no va a ser un buen día. Tras el vaciado de vejiga pertinente, me dirijo a la cocina. Hoy no tengo prisa: desayunaré más pausadamente y viendo las noticias en la tele. Me preparo mis tostadas y, para mi sorpresa, no se me queman. Me siento delante de la tele y pongo el canal en el que quiero ver las noticias (no me sirve cualquiera) mientras voy untando la mantequilla con parsimonia. Pues no señor, no hay manera de ver qué ha pasado en el mundo: es el momento en que están dando los deportes. Hace ya algunos años que no los veo. Me niego a estar atendiendo a 20 minutos de fútbol (los otros deportes siguen sin existir) así que, mientras ya mordisqueo mi tostada, cojo el mando a distancia y pongo otro canal (que no es de mi agrado) para poder enterarme de las noticias. ¡Vaya por Dios! En este hacen anuncios y hablamos de “volvemos en 7 minutos”. Si es que hoy no es mi día…. Me ducho, me visto… pero todavía son las 8.30 h.
¿A dónde voy ahora?
Quiero ir al supermercado, pero no abren hasta dentro de media hora. No, si es que tenía que estar durmiendo, para qué me habré tenido que despertar tan temprano. No quiero ponerme a hacer nada en casa. No, no y no. Es sábado y las tareas (aunque sean domésticas) no las voy a empezar hasta media mañana.
Quiero no hacer nada, pero me pongo de los nervios mirando la hora para ver cómo pasan los minutos hasta que son las 8.55 h. Cojo las llaves y se me caen al suelo, las recojo y se me vuelven a resbalar y a caer ¡Joder, qué día! Y no hace ni hora y media que me levanté.
Me subo al coche, el sol me da de frente y me pica la nariz. Noto la sensación que me cosquillea pero no hay manera de poder soltar el estornudo. Cuando ya estoy a punto (tras abrir la boca, entrecerrar los ojos y quedarme como en pausa y ver cómo me miran desde los otros coches pensando que vaya pinta que tengo), se me va, pierdo el estornudo y, de nuevo, me asalta la sensación de que hoy me están ocurriendo prácticamente todas aquellas cosas que me dan rabia. Cojo el coche y me dirijo a hacer mis compras. El semáforo está en rojo y parece que el de delante está en la parra, voy a pitarle a ver si se entera y arranca de una vez. Encima me saca el brazo por la ventanilla y me hace una peineta. ¡Que le den!
En el centro comercial me sigo encontrado a gente maleducada. Me dispongo a subir por las escaleras mecánicas y delante de mí va una pareja ocupando todo el espacio. ¿Nadie les ha dicho que hay que ir por la derecha para no obstaculizar el paso a los demás? Resoplo y pido paso y les adelanto y me encuentro con la misma situación: esta vez un padre con dos niños en medio de las escaleras y, delante de ellos, un grupo de adolescentes apelotonados. Casi que me voy a quedar donde estoy. Me dan ganas de gritar y decirles ¡¡SE SUBE POR LA DERECHA!!
Por fin he podido hacer la compra y me pongo en la cola de la caja para pagar. Van a abrir otra y pienso que qué suerte he tenido cuando escucho aquello de “pasen por esta caja por orden de cola”. Pero no, no tengo suerte, el listillo de turno se lanza como si se acabara el mundo y se cuela, diciendo con cara de pena/morro que solamente lleva tres cosas. Resoplo y resoplo. La cajera me mira con media sonrisa, preguntándome si quiero bolsas (que, por supuesto, me cobrará) y pienso que le importa un bledo el planeta, que si le importara no pondría esas bolsas de 1x1 en la verdulería para pesar solamente dos pimientos…
Casi que me voy a la cafetería a ver si un cafecito me ayuda a dejar de resoplar, que no he parado desde que me desperté esta mañana. Pido al camarero la clave de wi fi para distraerme un ratito con los whatsapps y facebook y, cómo no, me dice mi móvil que la conexión está tardando demasiado. Lo vuelvo a intentar y más de lo mismo. Y ya, para más inri, me queda solamente un 20% de batería (bueno, al móvil, no a mi) que pasa rápidamente a 12% y se apaga. Hace ahora exactamente dos horas y media que me desperté y me acuerdo de aquella peli de Michael Douglas, ‘Un día de furia’. Así me siento yo ahora. Si ya lo dije esta mañana…me tenía que haber quedado en la cama.”
Seguro que tú también has tenido algún día parecido, ¿verdad? Tener un mal día le puede ocurrir a cualquiera. Voy más allá: sentir rabia es necesario. La finalidad de este post es, sencillamente, poder entender que enfadarse es algo natural e inherente al ser humano. Esa misma rabia que nos permite ser conscientes de lo que nos molesta, que nos ayuda a defendernos, a poner límites y a poder parar y decidir qué hacemos con ella.
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