La productividad está sobrevalorada. Así de tajante me atrevo a decirlo.
Hacer, hacer y hacer como manera y método de sentirse bien. Esta es una de las ideas que nos hemos ido creyendo durante bastante tiempo. Sentirnos validados a través de la cantidad de cosas que somos capaces de llegar a hacer, manejar y controlar.
Ensalzamos la capacidad de llegar a todo, de tener energía suficiente para abarcar cualquier tarea que se nos ponga por delante.
Vayamos un poco más lejos todavía: nos mostramos en redes sociales con toda esa “capacidad” que tenemos de hacer cosas, buscando el reconocimiento público además del propio, para ratificar lo buenos que somos.
Y ahí andamos, con la inercia de seguir adelante y no parar y metiéndonos en el bucle de ir resoplando, creyendo que así nos sentiremos mucho mejor.
Si es que nos ponemos obligaciones incluso en el supuesto tiempo de ocio. “Tengo pendiente un par de series que me gustaría ver”. “A ver si puedo sacar tiempo para leer, que entre pitos y flautas hace casi un año que no cojo un libro.” Decir pitos y flautas es una manera de calmar nuestra conciencia y no decir claramente la cantidad de tareas que nos ponemos. Ni siquiera nos damos cuenta del ritmo frenético que llevamos.
¿Dónde queda ese receso, ese tiempo para poder descansar, esos momentos de reposo? No, no hablo de paradas para poder recargar y seguir, no me refiero a coger fuerza para seguir haciendo, sino a un espacio de tiempo en el que podamos no hacer nada productivo, con la única finalidad de dedicarnos un tiempo sin obligaciones.
Tener un carácter inquieto, disfrutar haciendo mucho es una cosa. Otra muy distinta es hacer todas esas cosas como manera de legitimar que somos válidos y acabar encadenados a lo que, aparentemente, nos hace sentir bien.
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