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el 8 octubre 2024

“Por mi culpa, por mi culpa…”, reza el cura junto a su feligresía en la misa, expresando arrepentimiento por aquellas acciones que no están en consonancia con la moral cristiana. Tras un previo y concienzudo examen de las malas acciones, en un acto cuasi mágico, parece aliviarse el sentimiento de culpa experimentado por quien infringe el decálogo judeocristiano. Es decir, por la transgresión de una serie de mandatos incluidos en la fe cristiana y aprendidos desde la más tierna infancia.

No obstante, la culpa no es un sentimiento exclusivamente cristiano, ni siquiera exclusivo de la religión, aunque hay que decir que en todas las grandes religiones se encuentra su noción y que a menudo estas sirven como vehículo de transmisión. Quizá este sentimiento esté más ligado a lo que Freud llamaría la formación del superyó; es decir, la asimilación de las normas y mandatos morales que recibimos en el contacto con nuestros primeros cuidadores y que se convierten en nuestro código de comportamiento. En un nivel más general, podríamos decir que está asociado al aprendizaje de las normas de la “tribu”, cuyo desacato generaría el sentimiento de disforia del que hablamos.

Sin embargo, independientemente de su origen, es cierto que uno de los motivos más frecuentes de consulta en terapia está relacionado con la culpa o sus derivados. Los conflictos relacionados con este malestar tienen su origen cuando las normas morales asimiladas como parte de nuestra educación parecen ya no ser funcionales y se convierten en una pesada mochila que llevamos a nuestras espaldas, dejándonos inmóviles ante ciertos conflictos vitales. Frases como “me sabe mal” ... “me siento fatal cuando hablo o actúo de esta manera” ... “me siento una mala persona haciendo eso” ...etc., aparecen constantemente en quien lidia con sentirse culpable.

Pero ¿es la culpa siempre un sentimiento realmente negativo? En justicia, hay que decir que no. La culpa puede ayudarnos en algunos conflictos a determinar nuestra responsabilidad y, por tanto, guiarnos hacia una manera saludable de resarcir nuestros errores. Tan importante es tener una vara de medida para lo moral, que no tenerla nos convierte en individuos socialmente enfermos. De hecho, un narcisista patológico, por ejemplo, no siente culpa ni empatía por los demás, y eso no está bien. De allí el origen de sus acciones.

Por tanto, es importante afirmar que, a nivel terapéutico, el trabajo del sentimiento de culpa es muy beneficioso, tanto por exceso como por defecto. Digamos que, en el primer caso, el más frecuente, porque los narcisistas no suelen ir a terapia; el proceso pasa por, utilizando una noción de Fritz Perls, “masticar” aquellas normas que hemos tragado necesariamente en la génesis de nuestras instancias psíquicas, y discernir aquello que realmente es funcional en nuestra vida y nos hace vivir en equilibrio en la sociedad.

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