Mi avión sale con retraso. Una excusa perfecta para fijarme en las personas que deambulan por el aeropuerto.

Una pareja de unos 50 años. Llevan sentados media hora y no se han dirigido la palabra. Quizá estén enfadados. Quizá permtirse ese tiempo de silencio entre ellos es un signo de su entendimiento y complicidad.

Una familia con dos niños, de unos 8 y 10 años. El mayor quieto, con un juego entre sus manos, sereno, callado. El pequeño tarareando la sintonía de Parque Jurásico una y otra vez, mientras se levanta y se vuelve a sentar. Los padres hablando entre ellos, calmados. La impresión general es de tranquilidad.

Un joven con auriculares, inquieto, no para de levantar la vista de la pantalla de su móvil y mirar hacia un lado. De repente se le dibuja una sonrisa y su cuerpo se relaja al ver que se acerca su chico con dos cafés y al que recibe con un prolongado beso. Preocupación y felicidad en cuestión de minutos.

Una señora que lee un libro de papel (sí, de papel!) y que parece completamente aislada del ruido, de las conversaciones, de los avisos de megafonía, de la sintonía de Parque Jurásico del niño... anda metida en su mundo paralelo de la lectura.

Una pareja en silencio, una familia calmada, otra pareja manifestándose su amor, una señora ajena al mundo que la rodea..

Seguramente me he fijado en estas personas y no en otras porque habré visto algo en ellas que me ha movido por dentro y he puesto mi foco de atención justamente en ellas.

No he visto todo lo que me rodea sino aquello que ha captado mi atención en función de lo que, probablemente,  lleve por dentro en este momento de mi vida. He puesto mi foco en lo que me resuena.

Llega el momento de embarcar. Seguramente estas personas desaparecerán de mi vista y de mi recuerdo en cuestión de minutos. Seguramente alguna de ellas, de manera inconsciente, reforzará algunos de mis deseos, miedos y frustraciones.