Llevamos casi dos años conviviendo con la mascarilla, como medida preventiva de contagio del COVID. Hay quien dice haberse acostumbrado a llevarla y haberla integrado como parte de su vestuario diario. Hay quien dice que no la soporta, que se ahoga y que está deseando llegar a casa para librarse de ella.
Las hemos visto de todas formas, colores y tamaños. Vemos cómo algunas personas las llevan escrupulosamente, tanto en interiores como estando al aire libre. Vemos quienes la llevan habitualmente por debajo de la nariz y se la quitan a la menor ocasión como quien no quiere la cosa. Quienes están a favor y, aún así, les resulta molesta y quienes, directamente, dicen que no piensan llevarla.
¿Por qué me da hoy por hablar de mascarillas? Pues porque, antes de la pandemia ya llevábamos “mascarilla”. Me refiero a esa careta en sentido figurado, con la que enmascaramos lo que sentimos, ocultando a los demás nuestras emociones.
Esa máscara se va forjando a lo largo de nuestra infancia y adolescencia, tanto por las vivencias que nos rodean, las personas con las que vivimos y las circunstancias que nos van acompañando como por el propio carácter que ya traemos de serie.
La utilizamos como protección, nos sirve como un escudo tras el cual intentamos que quede escondida nuestra inseguridad, nuestro miedo al rechazo, a la crítica, a que nos juzguen, nuestra propia rigidez que no queremos que descubran. O que no vean lo que no nos gusta de nuestra propia persona.
Taparnos, fingir, escondernos. No exponernos.
Queremos conseguir que no vean quienes somos realmente, lo que sentimos, lo que pensamos...y podemos acabar por no saber ni quienes somos nosotros mismos si no somos conscientes de que estamos utilizando esa máscara y para qué lo hacemos.
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