Boletín de la AETG – Asociación Española de Terapia Gestalt. Nº 20: “Alcance, Límites de la Terapia Gestalt”. 2000.
EL (drogo)DEPENDIENTE
Me siento ahí, frente a él, dejando que se me aparezca lo obvio, algo a veces más oculto que el discurso fantasioso que tanto les tienta y me tienta seguir. Y entonces voy viendo cómo lo obvio se desvela en expresiones tales como “lo único que quieres es ponerte ciego”, “lo que importa es que no te falte”, “cuando estás colocado te da todo igual”, “a mí sólo me ha llenado la droga”... La obsesión porque nada le falte va delatando su negación de cualquier carencia. La sustancia investida mágicamente sirve para esto. No quiere darse cuenta de sí mismo, opta por la distorsión de la consciencia. Es mejor estar ciego, no ver. No quiere saber de su vacío, su tristeza, su miedo, su impotencia, su asco, sus ganas de morirse, de matarse y matar, su inseguridad y desprotección, todas esas cosas que acaban aflorando crudamente en el espacio íntimo de la terapia. Con la droga buscan “estar puestos”, “estar colocados”, ya que el asiento en su propia estructura de carácter es tan pobre que viven “colgados” en un mundo que amenaza con aniquilarlos o desbordarlos, porque se les escapan toneladas de miedos tras su “no necesito nada”, una vez drogados, claro; cosa que sí es necesaria. "En su afán de independencia... –son palabras de J.A. Rodríguez Piedrabuena (1)-, con la ayuda de sus recursos mágicos y camaleónicos, se ha convertido en nadie, le aterra descubrir que al tratar de no necesitar de nadie se ha convertido en nadie". Cuando hablamos de miedo, no hablamos de un temor superficial. Rozan la temeridad como pocos cuerdos lo harían. Pero su transgresión con el mundo y consigo mismos vuelve a ser un acting out nacido del miedo profundo y la obsesión por el placer, por no perderlo, un placer en realidad no alcanzado, prohibido por sus introyectos. El adicto está “enganchado” a un placer fantaseado, idealizado, irresistible pero del todo irreal. Es un tópico creer que el drogodependiente quiere estar mal. Lo cierto es que a lo que se aferra es a estar siempre bien, constantemente a gusto, de modo compulsivo, justo porque no puede. Claro está: el placer proporcionado por las drogas es siempre angustioso. "Esto es sadomasoquismo puro y duro –dice Juanjo Albert (2)-, sin teoría ninguna: La dificultad que tenemos para generar, sentir y vivir el placer, y la poca tolerancia hacia el feliz vivir del prójimo". Pero esto muchos no lo saben. Se empeñan en creer que gozan; eso, se van “empeñando”, hasta que están totalmente “vendidos”. Y es que se atrofia su capacidad de integrar el placer con profundidad, de sentirlo hondo. ¿Cómo no va a haber vacío voraz e insaciable? Respecto a esto, que no nos confunda el estado eufórico y sobreexcitado (más típicamente del cocainómano); no tiene nada que ver con la alegría profunda y hondamente experimentada. Tampoco el estado ausente y soñoliento típico del heroinómano que es distorsionado en forma de una maravillosa paz interna donde todo da igual y no falta de nada. Sólo al principio, claro. Luego, apenas sirve la droga para calmar “los dolores de la privación” y para poder levantarse de la cama. Se está alimentando una depresión “de caballo”. Lo mismo se descubre explorando en lo doloroso. La capacidad para tolerar la frustración es “canija”, escuálida. La evitan colgándose de ese placer imaginario, mientras se defienden por medio de una depresión sufriente que precisamente persigue evitar la verdadera experiencia dolorosa. La queja pedigüeña del colgado es evitación. Su voraz dependencia sigue retando a la carencia. Pero al verse consumidos por la droga que consumen, se comprueba que al final tampoco pueden burlar el dolor de la falta, quieran o no saberlo. Ellos son la viva imagen de ese dolor y esa carencia que niegan. Lo ve cualquiera que mira a un “yonki”, menos él. Es la imagen de la necesidad personificada. "El objeto totalitario [es decir, la droga] es una respuesta monstruosa a una carencia monstruosa –escribe Yves Pelicier" (3).
TRAMPAS Y ESPEJISMOS
La primera y fundamental trampa para el tratamiento, que al fin y al cabo es un camino de conciencia, es negar la inicial conciencia de enfermedad, teniendo en cuenta que es el adicto quien va al Centro o al profesional. Esta negación evita el dolor y la crisis, claro está, proporciona un equilibrio neurótico que evita la angustia, pero condena al adicto al mantenimiento del conflicto, que seguirá escondido y, de tiempo en tiempo, rebrotando, como apunta la máxima psicoanalítica respecto al retorno de lo reprimido. "Nunca podrás librarte de una adicción a menos que poseas el convencimiento de que eres adicto" –apunta Gary Zukav (4). En cualquier ámbito del trabajo hacia la cordura, el primer paso es saberse loco, conocerse, mirarse a la cara, responsabilizarse de uno mismo. Por desgracia, al principio es una actitud muy poco frecuente en los toxicómanos. El primer juego neurótico que suelen plantear -por fortuna no siempre- podría titularse “Tú estás empeñado en curarme y yo no quiero”. (¡Ojo! A veces es verdad y entonces es el terapeuta el que está vendido). Este tipo de actitudes son las primeras que se necesitan desvelar para que la terapia no se convierta en una trama estéril de acoso y rebeldía. Es la primera evitación de la responsabilidad citada y, francamente, no es fácil de resolver. Dice Paco Peñarrubia en su excepcional libro (5): "...se trata de aceptar los límites: si el otro no está para trabajar no puedes obligarle; y además ¿por qué esforzarse en trabajar con quien no quiere si hay otros muchos que sí están dispuestos?" Si los drogodependientes consiguieran de verdad saberse enfermos, necesitados de tratamiento, si fueran capaces de ser pacientes –a veces no me propongo otro objetivo-, podrían llevar a cabo el tratamiento necesario mientras hacen su vida. Pero son excesivos los años que pierden en la más estúpida negación del “A mí no me pasa nada” o del “Ya estoy bien”. Como me decía Juanjo Albert en una ocasión, su gran problema es que son muy “malos pacientes”, ya que muchos de los frecuentes trastornos psicológicos que padecen (por ejemplo, de personalidad) se consideran de curso crónico y requerirían años de terapia, algo que otras personas serían más capaces de llevar a cabo, al haber una menor negación. Éstas últimas “se lo sufren” más al no tener una vía de escape tan mentirosamente placentera como la droga. La neurosis social genera instituciones “salvadoras”. Sólo una consciencia clara por parte de los que trabajen en dichas instituciones, algo aún no conseguido, puede compensar que lo que se creó para el tratamiento del que verdaderamente lo necesita y lo desea no se convierta en un asilo de dependientes “mamones” aprovechados de la caridad ajena que no quieren “soltar la teta”. Lo que pasa es que también interesa “asilarlos” para que no nos molesten por las calles. Esto nos lleva a una realidad de Centros residenciales demasiado plagados de adictos cuyas variadas motivaciones (cumplir prisión, tranquilizar a los padres, hacer apenas un poco de deporte para recuperarse y volver a consumir, etc.) en nada tienen que ver con los objetivos del Programa (rehabilitación y reinserción globalmente entendidos). Esto se puede distinguir. Es ciertamente distinta la oralidad de un paciente compartida sobre el tapete de la terapia que la falta total de compromiso con el tratamiento. Esto quema (“burn out”) a muchos bienintencionados profesionales, algo que debemos revisar interna y periódicamente. Algo también lleno de narcisismo: ¿qué mayor gloria que convertir a este “caso difícil” en el ideal decente, correcto y aseado que yo me he fabricado de él? Otro juego con el que nos topamos es la fantasía de curación que profesan. El proceso pretende la tolerancia (¡más aún! : la vivencia, la experiencia) de lo doloroso como parte de su existir, sin huir. Al igual que la verdadera experiencia de lo amoroso y placentero “a pelo”, sin químicas. Pero ellos se engañan con que el espejismo de “que no me falte” delirantemente conseguido con las drogas, puedan ahora mantenerlo sin ellas. El caso es no estar mal. Siempre sonrío al recordar las aspiraciones ingenuas de un adicto con el que trabajé de cara a su rehabilitación: “estar siempre bien y a gusto con todo”. Eso quería conseguir con el tratamiento. Eso sí, esta vez sin las drogas que había comprobado que le hacían “pupa”. Con lo que no quería toparse era con el dolor, la frustración, la carencia y la pérdida de la omnipotencia arcaica de la que pretendía seguir colgado ahora por medio de una fantaseada terapia mágica que le evitara todo mal. Obviamente, es un derecho humano más que lícito aspirar a la felicidad, a la plenitud. El problema es cuando no se puede tolerar el dolor del crecimiento. Juanjo Albert (6): "Nos hacemos trampa intentando buscar un atajo que, generalmente, conduce al 'callejón de las cacas'. Pedimos a gritos que nos extirpen el síntoma, como si de una muela se tratara, que encapsulen nuestra enfermedad, que nos hagan un tratamiento sin problemas. Pastillita mágica de cada día, dánosla hoy; como un bebé dependiente e indefenso abrimos la boca a la teta que no cesa de manar anestesia".
LA RELACIÓN TERAPÉUTICA
La creación de un vínculo es fundamental. Sin crear un vínculo paciente-terapeuta uno no puede confrontar nada, como nos recordaba Angeles Martín en el anterior Boletín (7): "Confrontar estas conductas y otras sin tener establecidos unos principios de aceptación, sin haber creado espacios de seguridad donde el paciente se arriesgue a actuar con honestidad y valentía, está abocado al fracaso, ya que estamos desvalorizando al paciente, al que acusamos de mentiroso, cobarde, etc. La única forma que tiene éste de recuperar un poco de estima es desvalorizar la terapia o al terapeuta para defenderse de una intervención que no le tiene en cuenta". Y yo añado que sin esta adecuada transferencia tampoco se puede apoyar nada de forma curativa. La transferencia es imprescindible para el proceso terapéutico, sea la que se tiene con un terapeuta o, de otra manera, la que se tiene con un educador, ya que los vínculos son múltiples en el caso de Centros multiprofesionales. Sin este vínculo la confrontación se queda en agresión gratuita y el apoyo en adulación desnutrida o en un leve agrado. Hay dos formas principales en que, según he observado y experimentado, se desvirtúa y pervierte la relación con el adicto. Las llamaré tendencias controladora y abandónica. En el fondo tienen mucho que ver: carencia amorosa. Por un lado, están las posiciones controladoras sobre el adicto. Éstas pueden darse, en primer lugar, al estilo “salvador”, con lo cual al paciente se le refuerza como dependiente consentido, seguido siempre de alguien que quiere curarle. Esto lo convierte en una especie de “tirano infantil” y le crea también fuertes sentimientos de culpabilidad. En segundo lugar, al estilo “exigente”. Aquí el profesional se dedica al acoso y persecución de los actos irresponsables del adicto, de sus escaqueos y “pillerías” con las normas y compromisos, castigando desmedidamente pequeñas estupideces que cualquiera cometería en nombre de lo educativo. Tratar como a un “niñato” al adicto basándose en su inmadurez, al final sólo consigue perpetuar ésta. Cuando la actitud del paciente es sumamente descomprometida y juega en exceso a ser el menos interesado de todos en ser curado, personalmente creo que es mejor dejar de trabajar con él que atosigarlo como un “papá policía” o una “supermamá”. Esto sólo fomentará la desconfianza paranoide y la dependencia oral. No es terapéutico en absoluto, sino confluencia neurótica. Esteban Murcia-Valcárcel (8) escribe: "No sobreprotege la madre que da mucho afecto, sino la que no tiene otra forma de expresarlo que agobiar al niño amándolo. No sobreprotege quien cuida al niño, sino quien se siente obligado a controlar cada acto, cada gesto..." En otro lugar afirma: "...madres dominantes y autoritarias (que pueden ser también calificadas de posesivas, absorventes e incontradecibles), cuyos hijos suelen ser criaturas dependizadas, tímidas, muy vulnerables y proclives a padecer ansiedad y angustia. Estos personajes, con el tiempo, se transforman en auténticas personalidades psicopáticas (agresividad y dependencia)." Por otro lado, la posición abandónica dejará entrever el desencanto del trabajador, su desesperanza, su decepción, su incapacidad de apoyo. No se sabe autoevaluar en qué grado uno está “quemado” y, luego, hacer algo con eso. Tan negativo como infantilizar al drogodependiente con un exceso de control, es dejarlo sin atender cuando él realmente siente esa necesidad y la expresa. Es evidente, pero aún ocurre demasiado en centros donde la psicoterapia no existe o se queda en meros consejos, técnicas o clases informativas. Considero, en cualquier caso, que la madurez del profesional se pone duramente a prueba con este trabajo, y sólo cuando hay un proceso personal terapéutico y un reciclaje no sólo intelectual –todo esto lamentablemente descuidado y desconocido-, se puede ejercer una labor tan complicada de modo que sea curativa.
EN CONCLUSIÓN
Toda la terapia, en su más profunda esencia, no es otra cosa que una forma sana de amar, en su continuo esfuerzo por separarse de engañosos y profundos desvaríos neuróticos variados y hasta bienintencionados. El AMOR es lo único que cura. El paciente se merece siempre nuestro respeto, nuestro más profundo respeto, eso no ha de perderse a costa de nada. Saltarse esto, aunque sea “por su bien” es neurotizante. Para que sea adulto y responsable tendremos que tratarle como tal. Y si no queremos trabajar con él, mejor dejar las cosas claras y separarse. A veces es la mejor intervención que puede hacerse por el bien de todos.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
(1) J. A. Rodríguez Piedrabuena, ¿Por qué nos drogamos? Biblioteca Nueva. Madrid, 1996.
(2) Juanjo Albert, “La viga y la paja”. Programa de actividades terapéuticas y de formación 98-99. I.P.E.T.G. Alicante.
(3) Ives Pelicier, “Dependencia y objeto totalitario”, en Drogadicción, Amelia Musacchio de Zan, Alfredo Ortiz Frágola et al. Paidós. Buenos Aires, 1992.
(4) Gary Zukav, El lugar del alma. Plaza & Janés. Barcelona, 1990.
(5) Francisco Peñarrubia, Terapia gestalt. La vía del vacío fértil. Alianza Editorial. Madrid. 1998.
(6) Juanjo Albert.
(7) Ángeles Martín, Apoyo y confrontación. Boletín nº 19 A.E.T.G. Marzo 1999.
(8) Esteban Murcia-Valcárcel, Matriarcado... patológico. Herder. Barcelona, 1997.
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