En mi preadolescencia estaba convencida de que algún día sería escritora, ¡escritora famosa! Había escrito 0 unidades de relatos, pero recuerdo llegar a comprar por unos 5€ en la Feria del Libro ‘Cómo escribir una novela que atrape al lector’ (no llegué a leer treinta páginas). Las pocas veces que me había sentado delante de un ordenador apenas había podido superar el “síndrome” de la hoja en blanco.
Años más tarde empecé a fantasear con parejas perfectas (nunca las tuve), viajes por todo el mundo (nunca hice el esfuerzo) y con salvar a la humanidad obviamente. También otras más realistas, como dar clases de baile, ser terapeuta -¡terapeuta excelente!- o decorar el piso a mi gusto.
Como ya he dejado entrever, para muchas de estas fantasías ni siquiera hice un esfuerzo activo por convertirlas en una realidad. Hubo casos en los que me comprometí bastante y me quedé bien lejos de la meta. Otras, conforme las he conseguido llevar a cabo, me han ido desilusionando. Incluso en los mejores casos, la experiencia nunca ha sido tal y como lo había soñado.
Suerte que en mi formación de terapia pude ir entendiendo que todo esto pertenece al ideal: esta dimensión interna que abarca nuestras expectativas y aspiraciones, incluso aquellas que no tienen una forma concreta (pueden ser meras sensaciones). En el ideal todas las posibilidades existen y, además, son perfectas.
Puede ser útil comprender que este ideal, aunque sirve de motor y empuje para ir hacia lo que deseamos, es una mera ilusión. Una referencia que en todo caso nos sirve para orientarnos en la vida, pero que nunca se materializa tal y como nos la imaginamos. Parecido a lo que decía Eduardo Galeano sobre las utopías: “La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar.”
Si nos empeñamos en ser el ideal, si de ninguna forma queremos renunciar a este espejismo, seguramente nos quedaremos paralizados. Si nunca escribo un relato y compruebo que efectivamente no tengo especial gracia o facilidad para ello, puedo mantener la idea de que ‘si me pusiera en serio… podría ser escritora. Escritora famosa’. Creo que la procrastinación -dejar las cosas para el último momento- a menudo es otra forma de mantener el ideal intacto (“este trabajo me ha quedado así porque lo he hecho en el último momento, pero de cogerlo con más tiempo lo habría hecho muuuuucho mejor”).
En cambio, cuando nos movemos en lo real (la experiencia que estamos teniendo en el presente, el caminar) el ritmo es otro. Como terapeuta por ejemplo voy descubriendo cómo me equivoco, me pierdo, me frustro, me aburro, me confundo… y también me divierto, me alegro, me emociono. A veces me pongo en un día pacientes de más y acabo reventada. Otras tantas salgo con más energía de la que entré. No he mandado a la mierda mi ideal de terapeuta, pero desde luego he tenido que recolocarlo, aterrizarlo. Y, siendo honesta, también me mola.
500 días juntos (500 days of Summer) trata este mismo tema en lo amoroso. El protagonista se pasa la película idealizando a la chica que le gusta, cada vez más inalcanzable. En una escena le preguntan a su mejor amigo (el único con pareja estable) cómo sería la chica de sus sueños. Él empieza a describir atributos: “tendría el pelo un poco diferente, estaría más metida en el deporte…” y finalmente concluye “honestamente, Robin es mejor que la chica de mis sueños… ella es real”.
Zoila el 1 de 2 del 2022
Me encantó. Simple y Concreto. ¿Y qué prácticas podemos realizar para atravesar y aprovechar el presente sin huir?